22.11.06

Mi historia con Lisandro, parte III

Salí al pasillo apurada y ferozmente y, sabiéndolo detrás de mí, comencé a bajar la escalera como quien se zambulle en un fangal, saltando escalones, dejando una estela apenas. Entonces se cortó la luz. Sentí su mano en mi hombro y, presionando levemente, como pidiendo perdón, se sentó en el descanso e hizo que lo secundara. Por supuesto, me situé uno o dos escalones más arriba. No dijimos nada. Quedamos mirándonos en la oscuridad. Su cara vuelta hacia mí, iluminada y embarrada por la luz torpe que no terminaba de animarse a entrar por alguna ventana, era la máscara de la tragedia. Sin pensar -cometí el mismo error todo el día-, se lo dije. No me acuerdo cómo exactamente, pero aludí a los mascarones insondables y expresivos del teatro griego. Se sonrió, o eso creí ver. No sé si estuvimos dos minutos o media hora así, detenidos; sólo recuerdo que la oscuridad me ayudó a considerar la posibilidad de besarlo. Nunca lo hice. Más que nada porque su insistencia me ponía de mal humor, aunque también pesó el hecho de saberlo desesperado. Jamás me había encontrado en una situación así. Siempre fui quien pedía besos y esa noche, por única vez, me di el miserable lujo de negarme.