4.9.07

Sardinas y galletitas

Éramos muy jóvenes y nunca teníamos plata. Ella había sufrido algunos trabajos poco importantes y completamente olvidables; a cambio, estudiaba en el conservatorio y era la mejor de su clase. (De sus clases, de cada una de ellas.) Yo no hacía nada de eso. O sí, pero no como para comparar. Había trabajado más, pero en peores condiciones y con menos resultados; empezaba una carrera cada año y no tenía futuro. Quería creer que la música o la literatura (o un esfuerzo combinado de ambas) podrían salvarme, pero no estaba demasiado convencido. Quería creerlo.
Mis padres no me pasaban casi nada de dinero. Los de ella tampoco.
Yo era muy caballeroso, atento y constante. Otra no me quedaba: no tenía nada más.
Recordé todo eso en un segundo, al elegir una lata de sardinas en el supermercado, acordándome de la que fue nuestra mejor cena. Esa noche habíamos comprado una lata y un paquete de galletitas de agua y, refugiándonos del frío en la boca de subte de Pueyrredón y Corrientes, tuve a la princesa, a la petisa, preparándome sanguchitos de sardina e intentando no mancharse demasiado las manos con el aceite.
La petisa se casó en EE.UU. el mes pasado. Yo me acuerdo de ella acá, hoy, lejos de nuestro amor austero y excesivo, tormentoso y atormentado.

1 comentario:

gerund dijo...

creo que hoy todavía no dije que te detesto....