5.9.07

Señor, concededme un dolor de ovarios y moveré el mundo

Ella dice que puedo, pero no. Yo no, yo no. El Señor me abandonó.
Quisiera poder acabar con todos los mosquitoarañas de un solo manotazo; uno solo, certero y brutal; apenas uno, preciso y justiciero.
Quisiera escribir los versos más tristes esta noche. O los más sucios. O los más tontos. O los más mierda. A cambio escribo esto, que ni siquiera está en verso. Pero eso sí, eh: concededme un dolor de ovarios y conquistaré el universo.
Dadme un tirón de orejas y cumpliré años. Dadme pan, dadme sal para hincarme de rodillas. Dadme magia, dadme especias, dadme enhebro, cilantro y cardamomo. Dadme un dolor de ovarios y borraré la vida de la faz de la Tierra.
Pedid lo que queráis, que será otorgado. Lo que nunca será es la renuncia. Jamás el abandono. La queja de una nación, el clamor de un pueblo oprimido, el triste llanto de niños y perros: música para mis oídos. Por ti me cortaría un brazo. Por ti me cortaría la oreja izquierda, pero sólo si oyes mi plegaria. Otorgadme un dolor de ovarios y el Cielo será en la Tierra.

4.9.07

Sardinas y galletitas

Éramos muy jóvenes y nunca teníamos plata. Ella había sufrido algunos trabajos poco importantes y completamente olvidables; a cambio, estudiaba en el conservatorio y era la mejor de su clase. (De sus clases, de cada una de ellas.) Yo no hacía nada de eso. O sí, pero no como para comparar. Había trabajado más, pero en peores condiciones y con menos resultados; empezaba una carrera cada año y no tenía futuro. Quería creer que la música o la literatura (o un esfuerzo combinado de ambas) podrían salvarme, pero no estaba demasiado convencido. Quería creerlo.
Mis padres no me pasaban casi nada de dinero. Los de ella tampoco.
Yo era muy caballeroso, atento y constante. Otra no me quedaba: no tenía nada más.
Recordé todo eso en un segundo, al elegir una lata de sardinas en el supermercado, acordándome de la que fue nuestra mejor cena. Esa noche habíamos comprado una lata y un paquete de galletitas de agua y, refugiándonos del frío en la boca de subte de Pueyrredón y Corrientes, tuve a la princesa, a la petisa, preparándome sanguchitos de sardina e intentando no mancharse demasiado las manos con el aceite.
La petisa se casó en EE.UU. el mes pasado. Yo me acuerdo de ella acá, hoy, lejos de nuestro amor austero y excesivo, tormentoso y atormentado.